El asado de Pedraza

La experiencia de hospedarse sobre la puerta de una muralla medieval acabó siendo muy emocionante, una de esas vivencias que sólo ocurren una vez en la vida, cuando estás en una ciudad histórica, de origen romano, como Segovia. Ocurrió con motivo de un ocasional viaje para la inauguración de la exposición pictórica de mi amigo Iván Montero, en el Torreón de Lozoya de esa ciudad, a principios de este siglo. Una exposición que había creado gran expectativa en la localidad y cuya noticia corría de boca en boca, dado el reciente regreso del pintor de su viaje por México. ¿Qué novedades presentaría Montero después de sus experiencias en el Nuevo Mundo? ¿Cómo fue impactado el artista al establecerse durante algún tiempo en Tlaxcala y Puebla y convivir con los herederos de Xicoténcatl y de Tláloc? ¿Qué habría resultado de mezclar una formación artística salmantina con aprendizajes a ras de suelo mexicano? Tales eran las interrogantes que se percibían en las charlas por todos los bares segovianos antes de la apertura de la expo y que animaban largos alegatos al calor de cervezas y chupitos, como se acostumbra en esas tierras. Todos sabían que finalmente los muros del Lozoya, cubiertos con la obra más reciente de Iván Montero, resolvería todas las dudas, mostrando el “efecto indiano” en la nueva estética del pintor.

Mientras tanto, yo recibía las atenciones de mis generosos anfitriones, Ivan y la bella Sara, quienes consiguieron para mí, con el Ayuntamiento, un departamento instalado en una de las puertas de la muralla, la Puerta de Santiago, situada al norte del casco urbano y cercana al Alcázar de Segovia. Desde allí gocé durante siete maravillosos días de una vista impresionante. La torre de la muralla contaba en su parte baja, además de la puerta de entrada a la ciudad, con áreas que pudieron haber sido caballerizas y garita, sobre las cuales, en los espacios de un primer nivel se había instalado un apartamento básicamente amueblado y más arriba, en la parte alta de la torre, otra estancia amplia que hacía las veces de estudio para artistas y otros invitados. Montero había ocupado este lugar en el pasado gracias a una beca de la municipalidad y allí pintó seguramente algunos de sus primeros cuadros.
La torre tenía vista sobre los alrededores a través de pequeñas ventanas que miraban a los cuatro puntos cardinales y se podían apreciar por uno de sus lados los jardines y una calle muy empinada de entrada a la ciudad; por otra ventana se veía una hondonada que separaba la traza de la ciudad antigua del Convento de Santa Cruz (1218), originalmente de la Orden de Predicadores y desde donde creí escuchar, en mis ensoñaciones, antiguos cantos gregorianos agustinos como “in paradisum Angeli”; por otra ventana se veía también, más a lo lejos, una singular iglesia dodecagonal estilo románico, llamada de la Vera Cruz (1208), cuya construcción se atribuía, bien a la Orden del Temple, o más bien a la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén. Finalmente, por la ventana del comedor, próxima de la entrada a las habitaciones, se apreciaba un tramo de la gruesa muralla de la ciudad antigua, un alegre jardín y al final, un poco más alejada, la fachada señorial del Alcazar de Segovia, esa emblemática edificación medieval dedicada actualmente a servicios castrenses.
Todas las mañanas salía de la torre a disfrutar las primeras nevadas invernales, un goce especial que tengo por el frío y que no he sabido que entusiasme a mucha gente. Caminaba por el jardín y la muralla viendo caer los copos suavemente y pensando en los distintos escenarios históricos de la ciudad, desde tiempos de la presencia romana que heredó a esa urbe un monumental acueducto, hoy parte de su inconfundible perfil citadino. También me gustaba imaginar la vida medieval de sus habitantes, cobijados detrás de la imponente muralla de 3 km cuyo reforzamiento data del año de 1088, en la reconquista cristiana de Alfonso VI y que permitió resguardar una de las más hermosas ciudades antiguas castellanas.
Diariamente pasaban por mí los amigos segovianos, un grupo que crecía cada día más, sonsacándome al almuerzo cantinero y a recorridos peatonales por las preciosas y románticas callejuelas de cantera, como las que conocemos en Morelia y Querétaro, por cierto, también con sendos acueductos. Pinchos y chupitos fueron mis desayunos esa bendita semana, aromatizados con el porro tempranero que llevaba inevitablemente a las estrellas… sí, a las cervezas Estrella de Galicia. Así conocí varias cantinas en mis paseos cotidianos, observando en sus barras la variedad de bocadillos para picar y entretener la tripa mientras llegaba la hora de la comida: huevos de codorniz fritos o escalfados, morcilla, berenjenas horneadas, chicharrones, patatas con tocino, tortilla de bacalao, pimientos rellenos, sardinas en vinagreta, gratin de merluza, en fin, quesos varios como el de oveja, ¡riquísimo!

En Segovia la comida me llevó a otras experiencias; ninguna habré de olvidar, pues el mejor órgano de la memoria es el paladar. Sin embargo, quiero compartir mi visita a la villa de Pedraza, un pequeño pueblo de la provincia de Segovia, al norte de Madrid, totalmente amurallado y con una arquitectura urbana propia de los pueblos típicos de Castilla. Pedraza cuenta además con un castillo fortaleza (s. XIII) y una traza urbana donde sus principales edificios públicos y privados son cada uno pequeñas joyas patrimoniales, comenzando por su plaza medieval, empedrada como todo el pueblo y rodeada de casas típicas blasonadas del siglo XVI.

Justo allí en la Plaza Mayor, encontramos los mejores restaurantes, en uno de los cuales pude saborear las delicias del asado castellano: el lechazo (cordero) y el cochinillo (cerdito), sin que desmerezca otro platillo local denominado judiones (un tipo de fabada con alubias gigantes), famosos en todo el reino.Comer unas bandejas de asado en Pedraza con las amigas y amigos segovianos, descorchando botellas de la rivera del Rioja después de un recorrido por todo el pueblo es una experiencia inigualable. Nada mejor que regresar a las Américas con un poco de la atmósfera medieval y de ese espíritu fraterno español que nada tiene que ver con los desvaríos de la llamada “iberosfera” de los fachos.
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