Verde que te quiero, verde

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(Fragmento del libro: En el principio todo era niebla. Viaje al Teziutlán de los años sesenta)

En los alrededores de la Perla Serrana existían preciosas fincas y huertos de frutales, asentados en tierra fértil que el clima lluvioso humedecía, pero también manantiales y ríos cuyas aguas frescas corrían bajo una atmósfera de aire puro, sólo desgarrada por las emisiones de gases y los residuos de algunas instalaciones mineras que la enturbiaban con su polución. Una empresa como Ferroaleaciones Teziutlán, con instalaciones en el barrio de Francia y en Aire Libre, fue desde principios del siglo XX una fuente de progreso, es cierto, pero también de explotación y contaminación. En los años sesenta ya destacaba como un punto crítico en la vida de la ciudad y blanco inevitable de la lucha por la defensa de la salud de la población circunvecina y del medio ambiente.

Esa inolvidable región serrana contaba en aquellos tiempos, además de sus sencillas y riesgosas carreteras asfaltadas, con una red de caminos de terracería apenas transitables a pie, a caballo o en carretas jaladas por mulas. Estas rutas vecinales, que se abrían paso entre arboledas y cultivos, conectaban a los distintos caseríos asentados por los cuatro vientos. Por estos caminos se movían las mercaderías de aquel hermoso universo habitado por indios nahuas, otomíes, mazatecos y totonacas, y por mestizos y criollos; este conglomerado campesino alimentaba con sus labores agrícolas y los productos de sus granjas y establos a los habitantes de la zona, pero primordialmente a la población de Teziutlán, en tanto que principal mercado de la sierra nororiental de Puebla.

Con el desarrollo del comercio en la primera mitad del siglo XX –señala el cronista serrano Sánchez Loaiza–, gracias al impulso que recibió la región por el establecimiento del tren de vía angosta que corría de Teziutlán a Oriental, estación esta última que conectaba con el tren interoceánico, la producción de frutas dejó de tener un sentido de autoconsumo o de alcance estrictamente local para convertirse en una producción destinada a satisfacer parte de la demanda frutícola nacional. En este cambio de dimensión del comercio de frutas intervino la empresa exportadora de Efraín F. Pérez, apoyado por Tere Loaiza, que llevó a distintas partes del país la dulzura de las manzanas, duraznos, ciruelas y peras teziutecas. También destacaron las empresas de Lapuente, Cadena y Cajigal, este último moviendo además mercancías como el chile seco (chipotle) y especialmente la vainilla de Papantla, que se convertiría en el “oro envainado” de la economía serrano-costeña, llegando a intercambiarse efectivamente por pesos oro/plata.

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Además del maíz cacahuazintle y los productos de la milpa como el frijol y ciertos quelites, la producción agrícola constaba de otros productos que ya hemos mencionado anteriormente, y también había castaños y nogales. Colindante con el municipio de Teziutlán, a 444 metros sobre el nivel del mar y rumbo a tierra caliente estaba Hueytamalco, que contaba con un clima cálido favorable al cultivo del café y de cítricos como la naranja, los limones y la mandarina que también llegaban a la ciudad. Más adelante, rumbo a Ayotoxco y San José Acateno por un lado y hacia la costa del Golfo, por el otro, abundaban los ranchos ganaderos que criaban vacunos de muy alta calidad, de distintas razas, que sus dueños exhibían orgullosos en la feria anual de Teziutlán a la que el “Presidente Caballero” había dado el pomposo rango de “feria nacional”. 

Sin embargo, lo que más me llamaba la atención del trabajo agrícola y de la recolección eran los productos de temporada, especialmente durante las intensas lluvias de verano, cuando los bosques proveían de su generosa oferta fúngica y la tierra entregaba la mayor variedad de plantas, raíces y frutos con los que se nutría la gastronomía serrana, mucho más variada en los hogares y mercados que en los restaurantes. Hongos y setas como las descritas anteriormente, el precioso y fibroso chayotextle (rico en vitamina B2, hierro y potasio), y hierbas como los quelites, berros, acelgas, verdolagas y huaxontle, muy presentes en la dieta de los lugareños, así como ciertas variedades de chile como el chiltepín (tekpin o pinctli), muy pequeño y redondo como un capulín, de color escarlata cuando ya está maduro y de sabor y picor mediano muy característicos; el chipotle (chipohtli), que es el chile cuaresmeño o xalapeño seco y ahumado; también el hermoso chile perón o manzano (capiscum pubescens), un chile amarillo mediano de tamaño, redondo, afrutado y de picor fuerte.

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En tanto zona húmeda de clima templado y frío, Teziutlán ofrecía un buen número de plantas ornamentales y aromáticas –orquídeas, trompetas, rosal trepador, glicinias, gladiolas, crisantemos, capuchinas, hortensias y madreselvas– que estando allí pudimos admirar en muchas fincas y en los jardines de las casas. De suerte que nuestra nueva residencia nos trajo también interesantes y agradables experiencias en todos los sentidos. Vivimos en este viaje nuestra propia transformación, al habitar en un poblado inmerso en la naturaleza, con flora de altura y el clima caprichoso de las serranías. Un territorio ajeno todavía a la urbanización compulsiva que deformó con los años su fisonomía rural, su atmósfera y el talante de su población. En esta aventura aprendí con mi familia los hábitos de un mundo nuevo, que cultivó con su frescura la última etapa de mi niñez y mi primera juventud.  


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