
(Fragmento del libro en preparación: En el principio todo era niebla. Un viaje al Teziutlán de los años sesenta)
Libros y biblioteca
Mis estudios en la preparatoria fueron de una mayor dedicación que en la secundaria, a esto contribuyó en mucho el cuidado de mi padre al apoyarme con la compra de libros muy apropiados para las materias. El buen respaldo bibliográfico siempre resulta muy útil para el estudio, más aún cuando el docente no logra un desempeño pedagógico adecuado, o si el tipo de lecciones requieren mucha comprensión conceptual o precisión visual. Así, mientras en algunas materias se usaban apuntes o digestos elaborados en ediciones caseras por profesores de las prepas de la UAP, o bien las clases se centraban en la exposición oral del maestro, yo contaba con excelentes libros para entender mejor los temas del programa y no tener que tomar apuntes innecesarios. Esta práctica de contar siempre con libros para mis cursos me quedó como una preciada herencia que acompañó el resto de mis estudios.
Recuerdo todavía los libros de historia universal y de México para secundaria de la editorial Herrero Hnos., de una impresión a todo color y con forros duros, pero lamentablemente con una encuadernación desastrosa: no los cosían y estaban mal pegados, por lo que al poco tiempo de uso el libro comenzaba a deshojarse. También tuve libros valiosos de la colección “Sepan Cuantos…” (Editorial Porrúa); en ellos estudié historia de la literatura mexicana, lecciones de filosofía y obras de los pensadores y del teatro griegos. Para la materia de Historia de México de preparatoria tuve un libro extraordinario titulado justamente Historia de México (México, ECLALSA/Porrúa 1963) cuyos autores eran el doctor Wigberto Jiménez Moreno, estudioso de la historia antigua de México, junto con otros historiadores especializados como José Miranda y María Teresa Fernández. Era un gran libro de texto con el que daba gusto estudiar nuestra historia. Tuve además libros para historia del arte, sociología y psicología también de Porrúa, convertida a la postre en la más importante casa editora para el público preparatoriano y universitario del país. Como cereza del pastel, en casa contaba con el gran Diccionario Porrúa de historia, biografía y geografía de México (3 vol.), dirigido por Ángel Ma. Garibay y Felipe Teixidor, México, 1964. ¡Una obra de época!
Es cierto que el centro escolar contaba con una muy amplia biblioteca, sin embargo, nunca tuvimos posibilidades de saber bien a bien cuál era su acervo, qué tipo de libros contenía, ni siquiera con qué criterios se podían solicitar los textos. Seguramente estaba llena de libros de texto gratuitos sobrantes y algunas antiguas enciclopedias o colecciones de ocasión, eso sí absurdamente encerrados bajo llave para evitar que alguien los tomara. Nada relevante para nuestras necesidades bibliográficas de preparatoria. Tampoco se veía que la biblioteca fuese útil para los maestros pues no había allí ninguna novedad. La ausencia de profesores en las mesas de la biblioteca lo decía todo y los alumnos sólo las ocupaban por castigo (cuando les impedían el recreo) o cuando más para adelantar sus tareas; así veías por ejemplo a la inquieta Tere Limón, a quien ponían con frecuencia en una mesa con alguna lectura para entretenerla y serenarla.
Quizás los elegantes libreros de la biblioteca, muy bien asegurados con puertas de cristal y chapas –como despacho de abogado–, fueron surtidos de textos cuando se inauguró la institución, por lo cual su acervo era tan viejo como su bibliotecaria, una dama más apesadumbrada y desconfiada que el venerable Giorgio de la novela de Humberto Eco.

Mechita bibliotecaria
En el centro escolar ocurría un fenómeno curioso, como en tantas bibliotecas escolares y de maestros que llegué a conocer. No se prestaban los libros para evitar que se maltrataran o los usuarios se quedaran con ellos, pues los responsables de los planteles alegaban que podían ser sujetos de represalias administrativas si eso ocurría. Por tanto, los libros permanecían bajo encierro: “Guardaditos se ven más bonitos” –parecía ser la divisa de las bibliotecarias escolares–; libros que muchas veces terminaban de ornato en las oficinas de los directores. Así es que doña Mechita, la encargada del depósito de libros del CEPMAC –para llamarlo con justeza–, sobrellevaba sus jornadas matutinas dormitando plácidamente, hasta que llegaba un muchacho malcriado conocido como “el Pichón” y la sacaba de su letargo con un sonoro eructo que retumbaba en el amplio y silencioso recinto. Mechita saltaba asustada con el escándalo, tomaba furiosa un mapa enrollado, alguna escoba y salía con su andar dificultoso a buscar al impertinente truhan que interrumpía sus sueños.
Yo me preguntaba qué llevaba a una veterana mujer como Mechita, con tantos otoños a cuestas, a mantenerse en ese puesto de trabajo, cuando hacía tiempo que merecía su jubilación. Quizás trataba de evitar la soledad del retiro, lo cual lleva con frecuencia a los jubilados a deprimirse, o tal vez tenía el temor de que alejada de su trabajo la muerte la sorprendiera sola y se la llevara sin confesión.
Un viejo trabajador del centro escolar tenía su propia versión: afirmaba que Mechita sufría el “mal de Penélope”. Siendo relativamente joven –decía el conserje–, recién llegada al plantel, la bibliotecaria se enamoró de un maestro de Español que la visitaba de manera consuetudinaria para consultar algunas obras del acervo. El maestro quedó prendido también de Mercedes y después de haber leído algunas de las sesenta y cinco novelas de Julio Verne –en aquella antigua y bella edición en veinte volúmenes de la Editorial Austral–, y de recibir entre novela y novela las dulces caricias de Mechita, decidió comprometerse con ella frente al altar. Pero justo cuando se acercaba la fecha convenida para el enlace matrimonial, al prometido lo cambiaron de plantel y de ciudad, enviándolo con un salario mejor a tierras californianas, fronterizas. Mechita no pudo hacer su cambio de plaza y ambos quedaron en que ella permanecería en la biblioteca del centro escolar hasta que él regresara, una vez asentado en su nuevo trabajo y habiendo conseguido algún puesto para ella.
Pasaron los años, dos décadas al menos, y Mechita no volvió a tener noticias del maestro de Español. Sin embargo, seguía firme en la biblioteca, con creciente incertidumbre y amargura pero con la fe puesta en un Odiseo que nunca volvió y sin que nada ni nadie lograra separarla de su cargo. Por más que le ofrecieron otros puestos en la institución, mejor remunerados, y hasta un buen trabajo en el Ayuntamiento, siempre los rechazó argumentando que le sería fiel a sus libros. Tampoco aceptó jamás los coqueteos de otros profesores, ni los ramos de flores depositados a la puerta de su biblioteca con encendidas tarjetas amorosas. Nunca dio su brazo ni parte alguna de su cuerpecito a torcer. Muchos afirman –y no lo pongo en duda– que cuando Mechita dormitaba sobre el escritorio de la biblioteca, suspiraba y repetía el nombre de su prometido, ¡Malaquías, Malaquías!, soñando que llegaba por ella para conducirla al paraíso conyugal que habían convenido. Por eso le molestaba tanto que llegara el diantre de “Pichón” a sacarla de sus ensueños.
No es de dudarse que aquel maestro de Español –obstinado lector de novelas–, haya encontrado en las bibliotecas norteñas nuevos placeres. Y ciertamente llegaban rumores de que se había entregado a una lectura febril de las obras completas de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, y ya mostraba signos de su propia locura al lado de otra bibliotecaria, quien le proveía de cuanto apetecía con tal de no perderlo como lector. ¡Vaya usted a saber!

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