
(Fragmento del libro en preparación: En el principio todo era niebla. Un viaje al Teziutlán de los años sesenta).
Atravesando la calle León Guzmán se encontraba el gran edificio Adelita, del que la Casa Deustua ocupaba un amplio local en la mera esquina con la venta de artículos electrónicos y discos. Mi padre siempre encontraba en esta tienda alguna novedad en música clásica y no dudaba en dejar allí parte de su quincena. En el mismo edificio, sobre la avenida Hidalgo, estaba la entrada del Hotel Virreinal, fundado en 1944 por el señor Tirso Agüero Calva e inaugurado con la presencia del presidente Manuel Ávila Camacho en los años de cierto esplendor teziuteco. Este hotel se construyó con un estilo ecléctico que rompía con todo el estilo arquitectónico del centro de Teziutlán y se consideraba el más confortable de la ciudad. Contaba el nuevo hotel con un restaurante y gran salón social de tintes neobarrocos, engalanado con cuadros de personajes novohispanos. Allí se servían los banquetes de las bodas de las familias encumbradas del pueblo.
Tanto en la catedral de Teziutlán como en este gran salón fui testigo de una de las bodas más impresionantes que guarda mi memoria infantil: la de Adela y Antonio. Todo comenzó con el esplendor de la ceremonia religiosa en una basílica vestida con sus mejores galas y con la fragancia de una alfombra de hojas de pino fresco esparciéndose por el recinto. La pasarela verde –tendida desde la puerta de entrada hasta el altar– era el camino que recorrerían con gran prestancia cada uno de los integrantes del cortejo nupcial; a esto se agregaba el colorido de ramilletes de flores profusamente distribuidos al interior del templo que completaban un escenario de aspiraciones nobiliarias.
En lo alto del coro, la música nupcial la llevaban las voces de los Niños Cantores de Teziutlán donde yo participaba, acompañados del sonido de un cuarteto de cuerdas y el órgano, creando una atmósfera sublime que encendía los ánimos sacramentales de muchas damitas allí presentes.
Terminada la ceremonia religiosa, los músicos rompieron nuevamente el silencio con las notas de la Marcha Nupcial de Mendelssohn, que acompañaba la salida de catedral de los nuevos esposos. Acto seguido los invitados partieron caminando, a paso lento, al Hotel Virreinal, que estaba a sólo una calle de distancia, para disfrutar de un banquete en el que se servirían platillos de alta cocina y los mejores vinos y licores europeos. Mientras el lugar se colmaba de invitados, y en tanto los novios hacían su aparición –dando inicio al desfile de meseros que mostraría los despampanantes platillos–, un gran alboroto inundaba el salón debido a los efusivos saludos y abrazos de las familias serranas y al flirteo de jóvenes que encontraban en estas fiestas el mejor momento para hacer nuevas amistades y, por qué no, anunciar compromisos matrimoniales.
El momento estelar llegó cuando entraron al gran salón, nuevamente con las notas de la marcha nupcial, la señorita Adela Agüero Mirón, llevada del brazo por su flamante esposo, el guapo mozo español Antonio del Fuello Álvarez, para dar inicio al festejo. Estaban en ese banquete la crème de la élite teziuteca, por la que la familia Agüero, orgullosa, echó el hotel por la ventana. Y en efecto, allí estaban todas aquellas familias de abolengo, agrupadas por mesas en las que se habían colocado tarjetas identificadoras con apellidos muy conocidos en Teziutlán y en toda la región serrano-costeña: asistieron las familias Barrientos, Zorrilla, Ávila, Arámburo, Cajigal, Barron, Levet, Dommarco, Núñez, Faraco, Lapuente, Haddad, Peredo, Rumilla, Saavedra, Solana, Rocavado, Ballesteros… y tantas, tantas otras. Eran ganaderos y terratenientes importantes, comerciantes mayoristas, productores y exportadores de café, industriales de diversos ramos, etc. Yo los veía a todos desde el barandal de la parte alta del salón –donde nos colocaron a todos los infantes del coro–, asombrado por las galas de un mundo de fortunas y hermosas herederas.
Además, para abrir con los mejores ánimos este día memorable, un grupo de violines venidos de la capital comenzaron a tocar Le jour ou la pluie viendra, una melodía de moda que para reflejar el momento ni mandada a hacer. Una vez que todos los comensales habían tomado sus lugares, aparecieron dos elegantes cocineros con sus uniformes de Chef con “toque” de altura, dando inicio a la exhibición del menú: las entradas consistían en platos de jamón ibérico de bellota, supreme de salmón y platón de tlayoyos con salsa de ciruela enchipotlada; las ensaladas eran de dos tipos, una llamada “del huerto” y otra de “judías carilla”; las sopas comprendían una crema de almendras con champiñones y una minestrone a la italiana; de platos fuertes mostraron un entrecote de ternera “Paris” y huachinango a la naranja; como desserts se ofrecieron helado de macadamia y panetes de Jaen. ¡Y comenzó la fiesta!
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