Estampas citadinas

(Fagmento del libro en preparación: En el principio todo era niebla. Un viaje al Teziutlán de los años sesenta).

Conocí Teziutlán en la década de los sesenta, quizá los últimos años en que mantuvo su fisonomía de pueblo serrano: sereno y melancólico. Todavía se podían apreciar muchos techos cubiertos de tejas extendiendo sus aleros sobre las banquetas para proteger a los peatones de la lluvia. Sus viejas casonas a lo largo de las tres avenidas principales le daban al pueblo un tinte señorial, el más bello de la Sierra Norte. Rodeaban la plaza central Manuel Hidalgo Hinojar, por el lado oriente, la basílica catedral dedicada a la Virgen de la Asunción –Assumpta in coelum, dice su pórtico cuyos antecedentes más remotos comenzaron con la mítica erección de una ermita dedicada al arcángel san Miguel (1552), convertida en iglesia a partir de 1710 “con el trabajo y aportaciones de vecinos del nuevo poblado en la iglesia Parroquial”, según consta en un documento del alcalde mayor de la provincia de Teusitlán y Atempa (sic.), Alonso Díaz de Lamparte, recuperado por mi padre y difundido en su revista Ayahucalli (No. 2,1969). 

Las dimensiones actuales de la basílica son producto de la remodelación realizada de 1937 a 1939, después de su consagración en junio de 1931 como sede del obispado de Papantla. El embellecimiento posterior de su fachada y de sus elegantes torres simétricas en piedra rosa estuvo a cargo de los ingenieros Eduardo Acevedo y Daniel Rodríguez y los canteros Ricardo Medina y Ambrosio Méndez que la concluyeron en 1954. La catedral de Teziutlán, como se apreciaba en los años sesenta, estaba dotada de un atrio amplio con una cerca de herrería al frente y jardinería por sus costados y parte trasera, delimitada por una sólida barda de arcos inversos rematados en piedra. Existía además a todo lo largo de la catedral, por su flanco derecho, un amplio jardín municipal cuya extensión iba de la avenida Hidalgo a la avenida Juárez. También en el lado derecho del pórtico y adherida a éste se encontraba una escalera de caracol cubierta que conducía al coro de la iglesia, en donde estuve muchas veces con los niños cantores o supliendo a mi padre cuando se enfermaba o amanecía con el ánimo adverso a la neblina.

Algún compañero que ayudaba en los oficios de la iglesia, y con mucho ánimo en la recolección de limosnas, recordará que en una misa en que sustituí a mi padre, llegué a tocar en el momento de la consagración, no un aria de J. S. Bach como era obligado, sino una obra parecida pero más moderna: A Whiter Shade of Pale, del grupo británico Procol Harum. Creo que el hecho fue divertido y, obviamente, confundió al presbítero Díaz, quien oficiaba la misa cantada, de tal manera que cuando levantó la mirada al cielo no supe si lo hacía por el fervor del momento o para pedir al Altísimo que perdonara mi atrevimiento. Fernando Santiesteban, el monaguillo que aquel día sonaba la campanilla en la misa junto al oficiante nos puede decir mejor lo que ocurría verdaderamente en el altar. Yo solamente escuchaba desde el coro algunos balbuceos extraños cantados por don Daniel Díaz, a los que respondí precavidamente, sine intellectu, con un sonoro: ¡Améééén!

En días de bruma, cuando se cubría toda la ciudad con su velo blanco, lo único que lograba apreciarse a lo lejos era la silueta fantasmal de la basílica, mostrando tímidamente entre la niebla los inconfundibles contornos de sus torres. En temporadas lluviosas y frías la catedral reinaba sobre una ciudad tomada por las nubes, con las calles brillando intensamente bajo los faroles y los cristales de las casas llorando silenciosamente. En esa atmósfera quimérica, los caminantes eran figuras sin rostros, cuyos cuerpos flotaban sobre las banquetas buscando refugio bajo los aleros y los portones de las casas.

Por el lado norte de la plaza estaba el palacio municipal, cuya antigüedad data del Porfiriato, siendo entonces un inmueble de dos plantas que fue remodelado posteriormente, entre los años 1940 y 1946, cuando los teziutecos presumían tener a su general de brigada, Manuel Ávila Camacho, en la silla presidencial de México, y se había asentado firmemente en la región el cacicazgo de una familia encabezada por doña Eufrosina Camacho. Conocí el palacio municipal a principios de los sesenta y ya era una edificación en tres niveles con techo a dos aguas y un patio central; contaba también con revestimiento de piedra y con una arquería semejante a la del edificio original, pero con pilares más robustos que comprendían la fachada y su lado poniente. 

Frente al lado oriente del palacio y haciendo esquina con la plaza, se encontraba una de las antiguas casonas de la ciudad que podía considerarse como referente del tipo de construcciones típicas del centro de Teziutlán y de sus principales avenidas. Las edificaciones contaban con planta baja destinada por lo general a locales comerciales, en tanto las habitaciones familiares se distribuían en la parte alta del edificio; tenían un amplio portón como entrada principal y un gran patio central; algunas casas, las más grandes, llegaban a tener un patio trasero como caballeriza o cochera. La casa a la que nos referimos era propiedad en los años sesenta de la familia Cajigal, cuya fortuna según vox populi estaba ligada originalmente a la exportación de vainilla de la región de Papantla. Todas las casas antiguas que conocí en la infancia, hermosas y señoriales, pertenecían o pertenecieron a familias de abolengo y solo pocas construcciones acusaban un deterioro grave, propio del abandono. La mayoría conservaban todavía sus techos a dos aguas, con alerones y bellos tejados que resaltaban a lo lejos como pinceladas rojas que irrumpían el tono esmeralda de la sierra. 

En la esquina contraria, en la calle Hidalgo frente a catedral, existía otra casa de las mismas características, en cuya planta baja se alojaba la tienda de discos, bulbos y refacciones electrónicas de la familia González Toral, cuyos hijos Rodolfo, Pedro y Martha Edith fueron mis compañeros y amigos en la escuela. Más adelante, siguiendo la pequeña calle Manuel Hidalgo que flanqueaba la plaza, se enfilaban edificaciones semejantes hasta llegar a la esquina de la avenida Zaragoza. En la planta baja de una de estas casas abría sus puertas el restaurante Las Vegas, y frente a él se formaban los coches de uno de los sitios de taxis de la ciudad. 


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