CAROLINO BAJO ASEDIO

La izquierda y el engaño echeverrista

I

Una mañana del mes de abril de 1976 me encontraba con dos queridas amigas, sentados en una banca del tercer patio del edificio Carolino, sede central de la Universidad Autónoma de Puebla. Elegimos un lugar cerca de la puerta que da al callejón de la 6 Norte, el que comienza en el Hospital de San Roque y se prolonga hacia el sur hasta encontrarse con la Plaza de los Sapos.

Recuerdo que muchos universitarios, historiadores, arquitectos y urbanistas siempre habían querido que todo este entorno, al que se agregaba la calle 3 Oriente, en la parte que flanquea el lado sur del Carolino y la Plaza de la Democracia en el frente del mismo edificio, se convirtiera en un barrio universitario en toda forma. La idea tenía mucho sentido, pues toda la zona de los alrededores del edificio central de la UAP hervía de universitarios, en virtud de un proceso de popularización y masificación que se vivía desde principios de los años setenta en la institución. Cientos de jóvenes, hombres y cada vez más mujeres, asistían a las aulas del Carolino en las distintas carreras universitarias que allí tenían su sede: Ciencias Económico Administrativas, Economía, Odontología, Físico-Matemáticas, y hasta la recién creada Preparatoria Popular “Emiliano Zapata”, ocupaban el hermoso edificio; mientras los colegios de la Escuela de Filosofía y Letras, que en aquella época incluía Psicología, se posesionó del edificio del antiguo colegio jesuita de San Ildefonso que ya había sido adquirido por la institución.

Así las cosas, la propia vida del estudiantado en los alrededores del edificio central de la Universidad crearon un ambiente bullicioso, camaraderil, apropiado para el reposo y la restauración del cuerpo y el alma, en tanto llegaba la hora de volver a los salones. Inevitablemente, las circunstancias hicieron que se multiplicaran los puestos de gorditas, memelas y quesadillas; de tortas, como las de doña Pecos que fueron siempre favoritas por bien hechas y sabrosas; de los molotes tan demandados que llegaron a animar un local junto a Psicología, donde la tendera debió poner un pequeño pizarrón advirtiendo a los estudiantes: “Hoy no fío, mañana sí”; hasta los vendedores de jícamas, pepinos y naranjas, y no se diga los tamaleros del Carolino, que vendían las espectaculares tortas de tamal, por las que se sigue peleando la “appelation d´origine” como contribución de Puebla a la culinaria mundial, claro, siempre acompañadas con su atole de chocolate. 

Pero junto con la proliferación de fritangas y comida rápida y popular para los estudiantes, se diversificaron también en los pasillos universitarios y en las asambleas otras ofertas: las opciones ideológicas que buscaban interesar a los jóvenes por la militancia política, en un abanico de posturas cada vez más dominadas por la izquierda. La izquierda universitaria de la época, encabezada por el Partido Comunista, con todo y sus curiosas divergencias y contradicciones de manual, aglutinaba a fuerzas y movimientos como el trostkismo, el maoísmo, liberales radicales y moderados, y hasta facciones del priísmo y lombardismo. 

Habíanse realizado en ese año de 1975 elecciones universitarias para rector con el triunfo del ingeniero Luis Rivera Terrazas, fundador y director del Instituto de Ciencias de la UAP, sobre el candidato de fuerzas echeverristas, el doctor Enrique Cabrera director de la Escuela de Medicina, agrupadas por el Frente Estudiantil Popular y el Partido Socialista de los Trabajadores (FEP-PST).

El desconocimiento del triunfo de Rivera Terrazas por grupos estudiantiles de medicina, con Gómez Virgen a la cabeza, de la Escuela de Derecho, con los hermanos Piñeiro López y Carlos Talavera Pérez, de algunos profesores y estudiantes de la Escuela de Administración de Empresas y la Preparatoria “Benito Juárez” Diurna, todos liderados por Alejandro Gallardo Arroyo –quien había sido mi compañero en la Escuela de Economía–, generó una grave tensión en el ambiente universitario poblano. Más aún después de la entrevista que estos grupos inconformes tuvieron con el propio presidente Luis Echeverría, a quien le pidieron su apoyo para “sacar a los comunistas de la UAP”. Al parecer Echeverría, zorro comoera, les manejó a los jóvenes inconformes un respaldo ambiguo, pero suficiente para que, envalentonados, decidieran lanzarse a la insensata aventura de atacar con armas a la Universidad, apoderándose del Edificio Central. 

Angélica y Rosa Blanca, mis compañeras, me habían convencido de romper un rato nuestras actividades para comer unas quesadillas, de las que llevan queso de hebra, moronas de chicharrón, flor de calabaza, rajas de jalapeño crudo y hojas de epazote. Así las hacían justamente en ese callejón –al lado de un estacionamiento– y se aderezaban con alguna salsa verde o roja, según el gusto del cliente. Acepté acompañar a mis camaradas, a quienes a esas alturas de la vida estimaba muchísimo, y a las que había conocido en momentos distintos, relacionados con mis actividades docentes en la UAP. 

A Angélica la conocí como alumna en la Preparatoria “Benito Juárez” Nocturna; recuerdo que asistía a mi curso sobre el Estado. Era una joven callada, simpática, muy interesada con los temas de política y atenta a lo que ocurría en la Universidad y particularmente en el movimiento universitario. Siempre pensé que esta joven sabía mucho más de lo que aparentaba y de lo que hablaba, y el tiempo me lo confirmó: era de una inteligencia y sagacidad de cuidado. 

Rosa Blanca por su parte, fue también mi alumna en la Escuela de Economía. La conocía con anterioridad como compañera de un militante de izquierda; con ambos hice una gran amistad mucho tiempo. Rosita fue desde joven una mujer muy bonita, solidaria, de gran corazón, y había estado participando en México, D. F. con los grupos de apoyo a los presos políticos de los años sesenta, y contaba por tanto con mucho conocimiento del movimiento de la izquierda mexicana y sus actores. Sabía santo y seña, vida y milagros, de toda una generación de militantes y combatientes revolucionarios. Y no tengan duda de que quienes la conocieron y la conocen tienen un gran aprecio por ella.

Con Angélica y Rosa, tuve por tanto una extraordinaria conexión y en su momento les propuse a cada una, por separado, que se incorporaran al Partido Comunista Mexicano, lo cual aceptaron jubilosamente. Estaban preparadas para una intensa militancia progresista y para destacarse posteriormente también como militantes feministas -bajo el influjo de Lagarde Ríos. Luego trabajarían destacadamente en la promoción de la cultura universitaria y en la administración central de la UAP. Pero esa es otra historia.

Pues bien, aquel día de abril de 1976, relajadas y relajado como estábamos y consumiendo las exquisitas quesadillas y memelas, comenzaron a desencadenarse acontecimientos extraños, preocupantes y violentos que nos obligaron a movernos de inmediato, dejando insatisfecho nuestro apetito, para alertar a los responsables del Edificio Carolino y a la dirigencia universitaria sobre lo que veíamos que comenzaba a ocurrir.

II

La crisis política que vivía la UAP a mediados de la década de los setenta –cuyas expresiones más tóxicas estaban por estallar esa mañana–, tiene entre otras explicaciones, la más profunda quizás, la confrontación de dos modelos de institución: El primero, en agonía, correspondía grosso modo a la Universidad tradicional, tal y como se concebía la institución bajo dominio del priísmo en su versión poblana, muy conservadora, alimentada con los valores y prácticas de la hegemonía avilacamachista. En este modelo prevalecía una misión universitaria estrictamente formativa en antiguas carreras como medicina, derecho, contaduría, ingenierías, arquitectura y administración, y con un profesorado formado por profesionistas liberales que impartían sus cursos con la generosidad de un voluntariado. Es también un modelo de pocas innovaciones académicas y pedagógicas que se recreaba en un ambiente complaciente, donde los asuntos educativos y culturales se quería que funcionaran como en la anécdota del huevo del pelícano, en una reproducción invariable, infinita.

En lo referente a la función social, ese modelo universitario seguía defendiendo su papel liberal como soporte del statu quo, pero de un tipo de sociedad anacrónica que a esas alturas del siglo XX sólo existía en las mentes de los Márquez y Toriz o de los Bautista O´Farril, ideólogos decadentes de la derecha poblana, y enfrentados por cierto con el propio gobierno federal. Esa misma función conservadora, priísta, de la universidad, era sostenida por los grupos del Frente Estudiantil Popular que respaldaron la candidatura del Dr. Enrique Cabrera, director de la Escuela Medicina, si bien con un nuevo ropaje reformista, echeverrista y, ¡oh dios!, “cardenista”, proporcionado por el PST, partido que se convertiría después en el Partido del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional (PFCRN), conocido coloquialmente como “El Ferrocarril”.

El segundo modelo universitario en confrontación fue elaborado por un abanico de fuerzas liberales y progresistas con hegemonía del PCM y se denominó Por una Universidad Democrática, Crítica y Popular, un documento que condensaba los cambios universitarios por los que se luchaba y en cuya redacción trabajaron denodadamente Alfonso Vélez Pliego y Roberto Borja Ochoa. Sin embargo, más allá de las ideas populares que se condensaban en ese documento, como la apertura de puertas a la universidad y su gratuidad –consignas que escandalizaban a las derechas universitarias agrupadas por el FUA y el Yunque–, lo relevante es que este modelo emergente recogía una historia interesante de cambios y avances en los campos del saber que se abrió paso en la UAP a contrapelo del conservadurismo institucional y a golpe de iniciativas académicas particulares y movilizaciones universitarias desde mediados de siglo. En efecto, la creación de las escuelas de Física y Matemáticas en 1950, bajo el rectorado de Horacio Labastida Muñoz y promovida por científicos mexicanos asentados en el INAOE; las reformas para modernizar los espacios universitarios con el proyecto de CU, las nuevas instalaciones y la reforma de los cursos de la Escuela de Medicina, impulsadas durante el rectorado del doctor Lara y Parra en (1963-66), la creación de Filosofía y Letras en 1964, que comprendió además la carrera de Psicología; en el mismo año, la fundación de la escuela de Economía, en la que tuvieron un papel relevante Manuel López Gallo, Enrique Semo Calev, Jaime Ornelas Delgado, Francisco Benavides, Salvador Carmona Amorós, Héctor Tamayo López-Portillo, Alejandro Cañedo, Francisco Adame Díaz y otros que escapan ahora a mi memoria. Y finalmente, como cereza del pastel, la creación del Instituto de Ciencias de la UAP, que coronaba los esfuerzos académicos de la izquierda universitaria y que permitió mostrar que el propósito del movimiento y las luchas de los universitarios poblanos tenían como horizonte tanto la democratización del acceso de los jóvenes a las aulas universitarias, como la modernización del quehacer sustantivo de la universidad: la enseñanza y la investigación científica.

Como puede verse la opción que representaban los universitarios que encabezaba Rivera Terrazas, era un proyecto rectoral e institucioinal que correspondía al sentido de los tiempos y hacía suyos, como herencia, los intereses reformistas de un movimiento histórico. Se trataba, en resumen, de innovaciones en las disciplinas científicas y profesionales, que le dieron a la cultura universitaria de Puebla nuevos aires, más modernos y universales. Menos provincianos pues. En eso se distinguía la propuesta Por una Universidad Democrática, Crítica y Popular de las elementales ambiciones políticas del FEP-PST.

Esos eran a mi parecer los verdaderos términos de la confrontación institucional en la UAP de la primera mitad de los años setenta, que se resolvió democráticamente en favor del proyecto encabezado por Rivera Terrazas, pero que los jovenes del FEP no supieron ni quisieron reconocer, escalando innecesariamente un conflicto a terrenos violentos y delincuenciales.

Y es lo que justamente comenzó aquella mañana del 27 de abril de 1976, cuando Angélica, Rosa Blanca y yo nos sorprendimos por la entrada intempestiva al Edificio Carolino de Marco Antonio Gómez Virgen con un grupo de sujetos a los que difícilmente podíamos identificar como estudiantes y que dificilmente lograban ocultar las armas largas que portaban. 

A pesar de estos hechos, en la puerta trasera del Carolino y en las inmediaciones de los puestos de comida, la tranquilidad de los universitarios no se alteró de inmediato. Los estudiantes seguían departiendo y pidiendo sus quesadillas, tortas y memelas, sin otra preocupación que resolver los apremios del almuerzo. Durante un momento, me quedé reflexionando sobre la ligereza con que llegaban a tomarse ciertas decisiones entre facciones del movimiento universitario, al grado de poner en riesgo la integridad física de estudiantes y profesores ajenos a los intereses de líderes políticos abyectos.

Debió pasar todavía alrededor de una hora para que en el Carolino comenzara la trifulca. Mientras tanto, mis compañeras y yo nos trasladamos al edificio de San Jerónimo, sede de la Escuela de Filosofía y Letras, para hacer del conocimiento de Alfonso Vélez Pliego, su director, el enfrentamiento que comenzaba a desencadenarse. Aproveché también para informar lo mismo al compañero Luis Ortega Morales, dirigente del sindicato de académicos (STAUAP), que tenía sus oficinas provisionales en el mismo edificio.

Cuando Angélica y Rosa Blanca salieron voladas de San Jerónimo con la encomienda de informar de lo acontecido a los responsables de Intendencia y seguridad del edificio central, se comenzaron a escuchar las primeras detonaciones de armas de fuego en la entrada del Carolino y, se sabría un poco más tarde que un disparo cobraría la primera víctima del asalto: un vendedor de frutas –el famoso jicamero– al que todos recordamos por sus frescas y deliciosas naranjas y pepinos con chile. Tenía este infortunado paisano su puesto ambulante en la Plaza de la Democracia, justamente en la esquina de la entonces Av. Maximino Ávila Camacho con la 4 Norte-Sur, contra esquina de Impresos Marno (según precisa Miguel Sarmiento), y ese día quedó tendido en el piso, sin vida, al lado de su canasto de frutas.

Al escuchar los primeros disparos, cerramos de inmediato la puerta del edificio de San Jerónimo, para evitar que corriera la misma suerte del Carolino y cayera en manos de los asaltantes. Fue una medida de emergencia con la que se pensó proteger a decenas de estudiantes, mayoritariamente mujeres, que asistían a los colegios de Filosofía, Letras, Historia y Psicología. Ciertamente, el cierre del portón de San Jerónimo dejó a todas y todos los que allí estábamos en una situación de enclaustramiento involuntario, ya que la salida del edificio implicaba el riesgo de ser blanco de rufianes armados que ya se habían apostado en distintos puntos del Carolino, y algunos justamente en los balcones que estaban frente al portón de la Escuela de Filosofía y Letras.

La angustia de las jóvenes estudiantes al sentirse sin oportunidad de salir a sus casas, la gravedad de tener que pernoctar en el edificio escolar y la delicada situación de que en el mismo espacio se encontraran dos de los principales líderes universitarios enemigos del FEP-PST, crearon un ambiente de zozobra entre los confinados. Se vivieron allí dramas, momentos de histeria y hasta situaciones curiosas que si no hubiera sido por la gravedad del asalto nos parecerían hasta divertidas. 

Durante la primera jornada, las secretarias de FyL, Yola, Chela y Adriana, organizaron a todas las chicas de los colegios, para que en el único teléfono disponible del edificio informaran a sus casas de la situación que se vivía, de que pasarían la noche en vela y que se portarían con todo el decoro posible. Un caso crítico fue el que vivió una alumna de psicología, quien siendo novicia de algún convento poblano había logrado que le permitiesen asistir a la Universidad. Ahora temía que las circunstancias le significaran un rechazo para el regreso a su congregación.

Por su parte don Enrique Montero Ponce, la principal figura del periodismo radiofónico del momento, denunciaba con enojo y angustia ante la ciudadanía de Puebla los acontecimientos violentos del Carolino y clamaba por el regreso a la legalidad universitaria y el respeto a la integridad de las alumnas de los colegios de FyL –su valiente hija Alejandra, entre otras.

III

Con el paso de las horas, el asalto al Carolino del 27 de abril de 1976 por parte de la banda armada del FEP-PST se fue consolidando, tanto en lo referente al control del edificio, mediante una estrategia debidamente planificada y asesorada por un presunto militar, como en el sometimiento de las personas que se encontraban en el inmueble, particularmente de quienes los asaltantes identificaban como miembros de la administración o seguidores de la rectoría y en consecuencia sus enemigos. Eso ocurrió, por ejemplo, con Edmundo Perroni Rocha, director de la Preparatoria Popular “Emiliano Zapata” y de la secretaria académica, Lilia Alarcón; así mismo, con el tesorero general de la UAP, Rafael Bautista Ramos y otras personas más. 

Afortunadamente, la información de emergencia generada por el movimiento evitó que el Ing. Luis Rivera Terrazas, rector de la UAP, estuviera en sus oficinas del Carolino al momento del ataque. En cambio, el Sr. Agustín Zárate, conserje de la institución y responsable de la seguridad, no pudo frenar el asalto ni escapar del inmueble por lo que después de los iniciales y fracasados intentos de detener a los invasores debió asegurar su propia existencia escondiéndose en alguno de los muchos recovecos del edificio para no ser detenido por los chicos del FEP y caer en manos de los principales cabecillas del asalto.

Se supo después que Agustín Zárate (a) “La Totola”, un hombre corpulento, de buen comer y muy sociable –originario de Tecamachalco como toda su amplia estirpe–, se refugió en un tapanco de la imprenta universitaria donde permaneció más de 24 horas bajo paquetes de papel y pliegos de cartulina, y casi sin resollar para no llamar la atención de los rondines de vigilancia de los asaltantes. Cuando vió posibilidades, Agustín sacó energía y determinación y se intentó descolgar de uno de los balcones que miraban para la Av. Maximino Ávila Camacho, ayudado por una improvisada cuerda que desafortunadamente cedió ante su pesada anatomía. No pasó a mayores, simplemente que el descenso del señor intendente fue más rápido de lo previsto, con las consecuentes fracturas del costillar.

Mientras tanto, en otros ámbitos del mundo universitario políticamente activo, se debatían estrategias para “recuperar” físicamente lo irrecuperable: el inexpugnable “Fuerte Carolino”. Se escucharon como siempre desde las más encendidas arengas que planteaban un enfrentamiento directo para retomarlo, utilizando como bases de ataque los edificios aledaños y desplegando acciones directas contra los francotiradores apostados en el Carolino. La idea misma, sin embargo, parecía más suicida que eficiente. No obstante, esta perspectiva de contraataque se mantuvo en el ánimo de algunos militantes cercanos al PC que permanecían reunidos en la llamada Casa del Pueblo; hasta que de lo alto de los balcones del Carolino se hicieron disparos de armas largas hiriendo gravemente a uno de los dirigentes comunistas, quien salió en camilla, heroico, con los intestinos destrozados y el puño en alto, lanzando vivas al comunismo.

Estos últimos acontecimientos, aunados al temor por los rehenes que el FEP mantenía dentro del Carolino, llevaron a una reorganización logística del movimiento universitario y a definiciones políticas precisas para presionar a las autoridades estatales, encabezadas por el gobernador Dr. Alfredo Toxqui Fernández de Lara,  a velar por la integridad de los compañeros secuestrados y hacerse cargo de la devolución del Carolino a los legítimos directivos de la institución. De manera inteligente, el rector Rivera Terrazas decidió no exponer a ningún universitario en hechos violentos y demandar que la autoridad competente asumiera la tarea de desalojar a los facinerosos.

Mientras tanto, para rescatar a una centena de estudiantes, profesores y directivos que se encontraban en el Edificio de San Jerónimo, entre otros a Alfonso Vélez Pliego director de FyL y Luis Ortega Morales dirigente del STAUAP, así como a Rafael Peña y Aguirre y otros líderes trostkistas, se realizó un ardid para su salida del edificio, mediante el apoyo de la Cruz Roja y cubriendo a cada una de las personas para evitar que fueran identificadas y agredidas por los francotiradores apostados en los balcones del Carolino frente a la puerta de San Jerónimo. 

En esa larga fila de universitarios, ocultos bajo sábanas y cobijas del HUP, salíamos presurosos y con las angustias del escape Angélica, Rosa Blanca y yo. Al salir del edificio de FyL Rosita, con lágrimas en los ojos, se arrojó en los brazos de un preocupadísimo marido que se la había pasado toda la noche intentando ingresar al edificio arañando como gato muros y techos contiguos para salvar a la doncella. Las escenas de reencuentro se reprodujeron por decenas entre las estudiantes y sus familiares, quienes vivieron horas de la más terrible angustia propiciada por los chicos del FEP-PST, gratuitos gatilleros de don Luis Echeverría.

Saliendo de San Jerónimo nos concentramos en las instalaciones del HUP, que se convirtió en la base de operaciones y de las asambleas informativas para los universitarios. Luis Rivera Terrazas, rector, y el Consejo Universitario -sin los consejeros de las escuelas que participaban en la toma del Carolino– acordaron medidas punitivas terminantes contra los promotores del asalto. La expulsión de la UAP de los profesores y estudiantes que decidieron, organizaron y participaron en los hechos criminales. 

Por su parte, los asaltantes y feligreses de esa extraña “izquierda echeverrista” se quedaron pronto sin respaldo universitario alguno. Encerrados dentro del Edificio Carolino y de sus propios errores tácticos, fueron incapaces de generar movilizaciones que apoyaran sus acciones, mismas que, por el contrario, se ganaron rápidamente el repudio de la mayoría de los universitarios y la población.

Una vez que la Universidad tomo sus decisiones respecto a los acontecimientos, faltaba recuperar efectivamente el edificio de las bandas que lo mantenían en su poder, para lo cual se realizó una magna manifestación hacia el Palacio de Gobierno ubicado en la Av. Reforma, donde el rector Luis Rivera Terrazas, con el respaldo de miles de universitarios, exigieron al gobierno estatal la devolución del Edificio Carolino y el castigo a los responsables de los hechos violentos. 

Don Alfredo Toxqui Fernández de Lara, hombre prudente y conciliador, se tuvo que tragar toda clase de improperios que los universitarios le lanzaron desde las calles, frente al Palacio de Gobierno, haciéndolo responsable indirecto de los acontecimientos del Carolino. Mientras Luis Echeverría, desde los Pinos, dejaba cobardemente en manos del gobierno local el triste papel de lavarle la cara, salvándole de su responsabilidad por armar estos juegos perversos contra los Universitarios poblanos, como represalia por haber elegido democráticamente a un líder de izquierda como Rivera Terrazas, ajeno a sus maniqueísmos, y pugnar por un proyecto universitario verdaderamente progresista.

La estrategia funcionó. El gobierno estatal debió entenderse con la “banda del rifle”, obligarlos a retirarse del Carolino y salir de Puebla. Finalmente, todos concluyeron sus estudios en otras instituciones que el mismo gobierno federal les facilitó, pero la acción de la justicia por la muerte del jicamero, quedó ahí, como siempre, impune. Como otra deuda intemporal de las agresiones a los universitarios.

Sin embargo, no todo siguió siendo igual en el Edificio Carolino. Su puerta de la 6 sur se selló durante una gran temporada, aislando al tercer patio de los viejos ambientes chaluperos. Las nuevas circunstancias obligaron a que Rosita, Angélica y yo cambiásemos nuestras rutinas de restauración llevándolas a la famosa cantina “La Ranita” de la Plaza de los Sapos, donde se bebían excelentes cockteles (algunos en vasos grandes para chocomilk) como las ricas y reparadoras sangrías, elaboradas con vodka y una coronita de brandy; o bien volviéndonos clientes de la fonda “Los Farolitos”, que nos duró una buena temporada y cuya carta ofrecía los insuperables chilaquiles, los bisteces encebollados, en chile pasilla, las milanesas con papas, las tampiqueñas y hasta el mole de pancita los viernes. En estos lugares alternativos y alguno que otro, pudimos reunirnos nuevamente sin sobresaltos al grito de “¡Una, una, una!”

IV

APÉNDICE

Las voces del coro repetían por enésima vez las frases 

Ríu, ríu Chíu, la guarda rivera; 

Dios guardó el lobo, de nuestra cordera… 

El lobo rabioso la quiso morder, 

mas Dios poderoso la supo defender…” 

Era necesario repasar cuantas veces fuera necesario cada estrofa del cántico, para afinar la dicción, ajustar perfectamente las entradas del cánon y, sobre todo, cuidando la intensidad de cada una de las voces al interpretar este antiguo villancico del siglo XVI, con el que el coro universitario de la UAP iniciaría su participación en la temporada de Conciertos Universitarios. Un coro que además engalanaba sus presentaciones con la hermosa voz y presencia de Gisela, su solista.

Felipe Calderón, el director del conjunto vocal se había iniciado en estas artes con Jesús Carreño, del Conservatorio de las Rosas de Morelia; luego se especializó en música coral en la Escuela Nacional de Música de la UNAM y finalmente en el Conservatorio Superior de Música de Barcelona, por lo que su trabajo respecto a la calidad interpretativa del coro era muy estricto y se notaba en la disciplina y entrega en el trabajo.

Pues bien, en uno de esos delicados momentos de ensayo musical, cuando los muros del Salón Barroco servían como caja acústica de la refinada polifonía de las voces a capella, algunos sonidos extraños se comenzaron a escuchar al exterior del salón alterando la atención del grupo, hasta que, repentinamente, un escandaloso estruendo sacudió el recinto. Varios hombres armados portando rifles amenazantes y pistolas al cinto abrieron a patadas la puerta del Barroco.  Estos sujetos suspendieron violentamente el ensayo, interrogaron a los miembros del coro y a su director sobre la identidad de cada quien, sobre sus actividades y finalmente los sacaron del salón y del edificio con la prepotencia porril que los caracterizó.

 Algo semejante ocurrió con alumnos y profesores del recién fundado Departamento de Música, al extremo de que un maestro invitado, el destacado pianista Pablo Mello del Conservatorio Nacional de Música, llegó a sufrir una crisis nerviosa por la irrupción agresiva de estos bandoleros echeverristas en sus clases. Al igual que los integrantes del coro universitario, los alumnos y profesores del Departamento de Música fueron intimidados con armas y expulsados de sus actividades, llevados a punta de pistola hasta la calle.

Estas escenas muestran puntualmente el modus operandi del desalojo de todas las personas que trabajaban al interior del Edificio Carolino, tanto en las escuelas y departamentos, como en las oficinas administrativas y otras áreas de servicio. Se atemorizaba a los universitarios, se les pedía identificarse, se cuestionaba su presencia en el inmueble y finalmente se les sacaba a fotiori del edificio. Buscaban a “dirigentes comunistas” y miembros de la administración terracista –me decía una compañera que fue retenida por varios días como rehén de estos truanes. Como no lograron secuestrar al Ing. Rivera Terrazas, rector de la UAP, que era su principal objetivo, se ensañaron con los profesores y funcionarios que consideraban de su corriente  o con activistas del movimiento universitario.

Así, por ejemplo, al Lic. Edmundo Perroni, director en ese momento de la Preparatoria Popular “Emiliano Zapata” y a la profesora Lilia Alarcón, secretaria académica, los mantuvieron secuestrados junto con otros profesores y trabajadores y al primero le hicieron varios simulacros de linchamiento en la horca,, intentando que les dijera “dónde tenían escondidas las armas”. Algo semejante vivió el tesorero de la universidad, el contador Rafael Bautista Ramos, a quien con amenazas de toda índole le exigían abrir la caja fuerte de la tesorería –que afortunadamente Conchita, la cajera oficial, había dejado muy bien asegurada–  y le interrogaban sobre asuntos relacionados con sus responsabilidades financieras. Otra compañera del Departamento de Extensión, Rosa Avilés, logró su salida del edificio en virtud del colapso que sufrió por la tensión y agresividad de los asaltantes.

Durante varios días, mientras Alejandro Gallardo, Carlos Talavera, Genaro Piñeiro y demás dirigentes del FEP intentaban que con su asalto el gobierno desconociera el rectorado de Rivera Terrazas, sus huestes armadas se solazaban al interior del Carolino mostrándose como unos auténticos patanes, violentos y majaderos, sin consideración alguna para las y los universitarias que mantuvieron prisioneros dentro del edificio. Hacían alarde de sus armas, tronaban sus pistonas para intimidar, enfrentaban a tiros con unos vigilantes inocuos del Carolino, sin capacidad ni competencia alguna de impedir la toma tan sorpresiva y violenta del edificio bajo su resguardo. 

Los agresores, enajenados, interpretaron fielmente su libreto, sintiéndose estrellas de su western imaginario y presas de la locura existencial que les embriagaba. Sólo así se explica el hecho de que el hermano menor de los Piñeiro, activista de la escuela de Deracho, se divirtiera aterrorizando a las personas secuestradas haciendo piruetas con la pistola al cinto, en actos ridículos de acrobacia demencial; o también la indecencia de impedirles a las mujeres ir a los sanitarios con la privacidad obligada, como bien se los reclamó la profesora Alarcón; en fin, todo un derroche de fantocherías e inmoralidad envueltas en los incoherentes discursos anticomunistas de una banda bien calificada como los “pedallines”.

Ya encaramados en la prepotencia al tener el control absoluto del Edificio Carolino y bendecidos por la ilusión del “apoyo presidencial”, no restaba más a estos pillos que saquear los bienes universitarios que se pudiera y divertirse con novias y familiares organizando fiestas y comilonas en los mismos patios del edificio. ¡Qué revolucionarios y “cardenistas” resultaron estos líderes estudiantiles del FEP-PST!

La historia, sin embargo, no corrío por los senderos nada luminosos de esta banda, y favoreció el aplomo mostrado por la rectoría y los universitarios. En efecto, fuera del Carolino se organizó una de las más amplias manifestaciones de repudio a esta agresión a la Universidad y contra los corruptos y ambiciosos dirigentes “socialistas” del FEP-PST, que debieron finalmente, derrotados políticamente, abandonar el edificio a escondidas y bajo el manto de la noche cual delincuentes, por órdenes de sus propios patrocinadores: el gobierno de Luis Echeverría y con la comedida mediación de don Alfredo Toxqui, gobernador de Puebla.

Después de aquellos intensos y dramáticos días, la normalidad comenzó a regresar a la vida universitaria. La pesadilla se había conjurado. Poco a poco, los estudiantes y profesores recuperaron la confianza de regresar intra muros del Edificio Carolino, retomar sus clases, sus actividades administrativas y las tareas de gestión insitucional. Las relaciones entre la Universidad y las autoridades estatales se normalizó y el repeto a la autonomía universitaria se consolidó, gracias a la prudencia y buen oficio que mostraron ambas partes.

Otros universitarios, por su parte, regresaron a sus interrumpidos ensayos de sus obras  polifónicas en el hermoso Salón Barroco, apurados por completar el programa que presentarían a la comunidad universitaria y al público de la ciudad en la Temporada de Concieros Universitarios de aquel agitado año de 1976. Se escuchaba nuevamente que ponían a punto el famoso villancico del Cancionero de Uppsala:

“…Pues que ya tenemos

Lo que deseamos,

Todos juntos vamos, 

presentes llevamos…”


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